Marita, aquella tarde a última hora decidió que necesitaba tomar desesperadamente una copa, el día había sido agotador y bastante desalentador. Hacía un año que estaba enamorada en secreto de su jefe y aquella jornada, él como si tal cosa y con cara de felicidad, le había presentado a su novia recién estrenada: una vendedora de cosméticos, alta, rubia y bellísima. Imposible entrar en una competición, tenía todas las de perder.
Con los ánimos por los suelos dirigió sus pasos hacia el bar de la esquina, Las Recobradas Esperanzas.
Al cruzar la terraza, observó a una mujer que le era conocida. Se la veía bastante triste, con su vaso de café con leche interminable y su madalena a miguitas para las palomas, porque apenas la probaba. Su gesto era del reloj al móvil y del móvil al reloj, como si esperara a alguien eternamente. Marita, tenía la seguridad de que nunca vendría, sentía pena cada vez que la veía en aquella larga espera, desde hacía varias semanas cuando regresaba a casa.
Cuando pasó por su lado, la saludó, la mujer ensimismada en su mecánica, ni siquiera la miró. Entró, se sentó en un taburete de la barra y esperó pacientemente a que el camarero terminará de silbar mientras secaba los vasos para atenderla.
Marita miraba sin ver, su pensamiento se había quedado flotanto, intentando descifrar la amargura de aquella desconocida. Entendía muy bien esa mirada, esa tristeza que emanaba sin poder evitarlo, seguramente no sería una persona amargada, alguien la había convertido en lo que ahora era.
En ese vorágine de suposiciones andaba, cuando el camarero se le acercó para servirla:
— Buenas tardes. ¿Qué desea?
— Un Jack Daniels con hielo, pero un dedo — contestó Marita.
— ¿Horizontal o vertical?
— Horizontal porque quiero llegar a casa y vertical porque lo necesito.
— Pondremos algo intermedio — le dijo el camarero con una sonrisa.
Marita le preguntó por la mujer de la terraza.
— Aunque te sorprenda, esta señora viene aquí desde antes de que yo comenzara a trabajar en el local. Mi compañero que ya no trabaja aquí, me dijo que venía desde antes. Así que no puedo contestarte.
La muchacha se bajó del taburete, cogió su vaso y se encaminó a la terraza.
— ¿Puedo acompañarla?
— Sí, claro, un poco de compañía no me vendrá mal.
Mi nombre es Marita.
— El mío Isabel, un placer conocerla.
Disculpe que sea tan directa, pero siempre la veo aquí sentada, como si esperara, y me preguntaba qué le pasa.
Al contrario de lo que pueda parecer la mujer no se molestó, tenía ganas de contarle su historia, que comenzó de la siguiente manera:
— Aunque pueda sorprendente soy hija de una prostituta, y mi madre me vendió a los doce años. Por lo que me dediqué a la profesión, hasta que conseguí casarme con uno de mis clientes. Tuve dos hijos — dijo rebuscando en el bolso y sacando una billetera con las fotos de ellos — . Ahora son más grandes, pero no quieren saber nada de mí, cuando en realidad me desviví por ellos. Cuando mi marido me abandonó tuve que volver a las calles, no sabía hacer otra cosa y tenía que sacarlos adelante.
— Uf, qué vida ha llevado.
— Espera que hay más. Hace aproximadamente quince años conocí al hombre de mi vida, por supuesto también cliente. Nos enamoramos, pero no podemos vivir juntos.
— Y eso... por qué.
— Su mujer está enferma y moralmente no puede abandonarla.
— Pero… pero con los años que han pasado, no me explico cómo es posible que aún siga esperando.
— Nos vemos de vez en cuando, muy de vez en cuando.
— ¿Y eso te compensa?
— No, claro que no, pero para mí ahora es tarde.
— Nunca es tarde en realidad.
— Siempre espero, fue la casualidad… o quizá no y la cosa pasa por ser más sencilla que todo eso. La vida a veces te quita cosas importantes y otras, te las da a manos llenas pero son tan inútiles que no sabes qué hacer con ellas.
Marita la miró a los ojos y en su profundidad vio todo el sufrimiento de las largas ausencias, de aquellas esperas interminables y de la incertidumbre. De las mentiras y las falsas ilusiones, más de las propias que de las ajenas. Y comprendió que no valía la pena perder el tiempo con alguien a quien lo le importas en absoluto y que lo más importante de la existencia es uno, por lo que decidió olvidarlo, era cuestión de controlar el pensamiento. Lo haría.
Continuaron hablando pero de otros temas, de la crisis, la moda y el tiempo, hasta que las sombras se proyectaron y cayó la noche.
Alguna que otra tarde, Marita al salir del trabajo, se acercaba hasta Las Recobradas Esperanzas para hacerle compañía y durante el rato que estaban juntas, Isabel sólo daba de comer a las palomas las miguitas de madalena, ya que el ritual del móvil al reloj y del reloj al móvil, en agradable compañía dejó de realizarse.
Una de aquellas tarde Marita encontró la silla de Isabel vacia. Entró en el local y se acercó hasta el camarero para preguntarle por ella.
— Hace días que no viene por aquí, no puedo decirte más.
— ¿No dejó ninguna nota para mí? — preguntó expectante.
El camarero negó con la cabeza. Marita quedó desconectada y regresó cabizbaja a su casa, pensando en qué habría sido de ella.
Dos meses más tarde se la encontró paseando por la gran avenida, del brazo de un hombre que, por la descripción que le había dado, era el que ella llamaba “El hombre de mi vida”. Tuvo ganas de acercarse para saludarla, pero la vio tan feliz que no quiso interrumpir el momento de buena suerte que por fin le había concedido el destino, cosa que la hizo inmensamente feliz.
Sophie K