Sobre peldaños de fuego comenzaría el descenso. Bajaría renunciando al
aire que me pesa. Para buscarme en ti. Para encontrarte sin el marco que
enjaula esta ventana. Para huir de la luz de la farola que te ilumina, incluso
cuando no estás. Aunque
sea para escuchar mil excusas, mil mentiras. Tanto amor siento, que ya no me
cabe, y para que no me duela todo lo que te miro, voy a verte cuando puedo y
dejo el corazón guardado en casita. Porque ya me dolió, se me hizo
trizas. Me gustaría que se rompieran los pasos que me separan y
se recompusieran los que me escocieron.
Al
final de cada cuento, pongo mis labios en tu pecho, para que tus latidos se
transmitan a mi corazón, para cerrar los ojos, y aun sabiendo cuanto de malo
puede ser desear, deseo, que mi corazón siga el ritmo del tuyo.
— Lo que me dices es
como pedir dos de cuarto y media de huevos. También ando cansada de que me
quieras a ratos y cuando no tienes nada mejor que hacer, y siempre comparando,
me comparas hasta con el viento que pasa. Mira y escucha, porque no estoy
leyendo el noticiero, te estoy hablando de lo que siente el corazón desde este
ardiente infierno que son los deseos y las pasiones.
— No pudiera comparar. Sufro. La comparación
incluye a dos. Sólo sé de una. Y en esta cama, ¿Cuántos deseos han habitado?
Porque… ¿Qué es el fuego si no llamas de ilusión, como la mía, que arden, pero
en un invierno sin sol?... ¿Y tus bragas de quién son, sino de todos y de
nadie?
No quise discutirte en
aquel momento. Ahí quedaron suspendidas esas preguntas que nunca contesté, que
nunca cuestioné en mis adentros, las dejé cercanas a tu comisura para que se
desintegraran en el comparativo viento, mientras cerraba tu puerta y volvía al
paseo interminable para dar vueltas siempre a la misma esquina.
Al paso de los días me
di cuenta de que algo había cambiado, aunque la ciudad fuese la misma y el
hambre siguiera repartiéndose a manos llenas. Con la misma cantidad de falsas
iglesias e impúdicos burdeles. Las mismas mujeres maquilladas, tristes y
dispuestas; sonrientes a todas las carteras. Mientras ellos, mendigos de
soledad, miraban mis faldas e imaginaban mis interiores.
Hiciste que sintiese
asco de mí misma, hasta el punto de que la hechura de este vestido se me hiciese
muy estrecha y me faltase el aire, me ahogase. No supe en aquellos momentos qué
hacer, y tentada estuve de olvidarte, de meterte en un frasco con toda la
rigidez de tus cuestiones; cerrarlo, lacrarlo y guardarlo en un rincón oscuro
junto a otros tantos pretéritos repletos de mentiras que mucho prometieron pero
en realidad nunca fueron.
Pero en vez de hacer
eso y aun sabiendo cuanto pueden llegar a quemar los peldaños del ascenso, y
aun sabiendo que sólo vuelves al final de cada uno de tus cuentos. Me estoy
lavando la cara para ir a tu encuentro.