Era imposible recordar el
instante en que se instaló el silencio en sus vidas. Puede que fuera en el
mismo momento en que Raúl marchó a trabajar por la diversidad marina en los
corales de Australia, y Ariadna, quizá por miedo a sufrir, levantó la gran
barrera entre ellos. Partiendo y distanciando en muchos kilómetros el
ecosistema que habían creado, destruyendo el equilibrio.
Las excusas de ella para no ir, fueron muchas, muy variadas e inconsistentes, y él, que la amaba tanto, lo aceptó todo, llevándose en el corazón la promesa de que cuando concluyera sus asuntos, se reunirían.
Pero a un argumento, siguió
otro, y otro, y luego… otro más.
Las llamadas en el acontecer
de las semanas dejaron de sucederse y con los meses, los mensajes fueron escasos
y escuálidos, a veces era una frase, otras una pregunta y alguna suposición. Él
insistía, sólo con la vana esperanza de provocarla.
“Vente, ya sé que este clima
no favorece nada a tu pelo rizado, pero podemos arreglarlo con toneladas de siliconas”.
“Perdona, pero a veces no tenemos cobertura.
Los atardeceres son impresionantes”.
“¿Cuándo vendrás? ¿Te
operaste finalmente la nariz?”
“Me gustaría saber con la
tarjeta de quién pagas ahora tus compras de Internet”.
Pero Ariadna, tardaba cada
vez más en contestar, quizá por miedo a sufrir.
Cierta mañana la llamaron
del aeropuerto para que fuera a recoger una expedición que había llegado a su
nombre desde Sydney con una incidencia. El envío estaba documentado con un bulto
y un sobre, pero el sobre lo habían extraviado.
Después de que el amable
empleado se deshiciera en excusas, Ariadna recogió la pesada caja de cedro y la
llevó a casa, al abrirla se encontró una urna funeraria con cenizas. No le hizo
falta el sobre porque sabía lo que era. La depositó con manos temblorosas sobre
la mesa y rompió a llorar.
Lloró y lloró durante varios
días sin consuelo, por todo lo que pudo haber sido y al final no pudo ser,
hasta que se quedó vacía de lágrimas y repleta de amargura y culpabilidad.
Varios días después,
volvieron a llamarla desde el aeropuerto. Había aparecido el sobre. Con desánimo
cogió el coche para ir a recogerlo.
Otra vez el mismo empleado
se deshizo en excusas, que Ariadna decidió ignorar, le sonrió, firmó y se
apartó a un rincón para abrirlo en la intimidad.
Dentro de él, había una
nota:
“Lo único que realmente nos
pertenece es el tiempo, es por ello que te envío las cenizas del nuestro, el
que hemos matado a base de autoengaños.
También te adjunto un
billete sólo de ida, para que te vengas sin posibilidad de volver.
Te echo tanto de menos…
Raúl”
Rebuscó el pasaje en el
interior del sobre mientras se acercaba nerviosa al mostrador para adelantar la
fecha, reconociéndose que no había nada tan importante que la atara aquí, en
realidad nunca lo hubo. Hoy era ese día luminoso y brillante para embarcar,
quiso hoy y lo hizo, quizá fuese por miedo a sufrir de que no hubiera un
mañana.
Laura Mir
Laura Mir