— Hola.
— ¿Qué tal?— preguntó Joaquín con cortesía.
— Nada, que te vi ahí mirando como perdido y me preguntaba
qué veías.
— Ah, no es nada. Es que esta plaza me parece un excelente
lugar para pensar y quedarme un rato como tú dices "perdido". Y a
todo esto... ¿cuál es el nombre de la dama curiosa?
— Laura.
— Pues un placer Laura, mi nombre es Joaquín y estás
cordialmente invitada a este lugar donde los pensamientos van libres y entre
tanta libertad uno termina perdido.
— El placer es mío— sonrió la chica tímidamente, con las
mejillas encendidas y las manos entrecruzadas por la espalda.
— ¿Qué dices si comenzamos a andar?– preguntó Laura con tono
alegre mientras le miraba la cara que oscilaba entre perplejidad y felicidad.
— Sí, sí claro, — Joaquín comenzó a andar, preguntándose si
acaso aquella chica misteriosa podía leer su mente, seguro que era bruja — conozco este parque, hace varios años que comencé a visitarlo. No he
encontrado un lugar igual para liberar mis pensamientos.
—Ya lo creo,— repuso Laura con tono burlesco — pareciera que
puedes durar horas ahí parado en la misma posición, ¿no?
Ambos se sonrieron y siguieron andando hasta un gigantesco
árbol que tenía pinta de ser de los más longevos del lugar. Con sus cuellos
extendidos y la boca entreabierta miraban con perplejidad aquel roble anciano
que parecía imperturbable.
— Conozco este árbol, lo veneraban los antiguos celtas, le
atribuían propiedades mágicas — dijo Laura con voz suave y calmada—. Muchas
personas vienen a contarle sus secretos y otras forjan verdaderas promesas de
amor frente a él, y dicen que siempre responde de un modo u otro.
Ambos se miraban en silencio, los corazones comenzaron a
latir inquietos como si supiesen lo que estaba sucediendo en aquel momento
perpetuo. Pero no lo sabían, fuera lo que fuese, les estaba sucediendo a ambos
y el viejo roble era testigo de ese momento.
Se sujetaron las manos temblorosas como si tratasen de darse
equilibrio, pero el calor los hizo tambalear más. Y entonces para Joaquín fue
imposible apartarse de aquella mirada que le había cautivado desde el primer
momento, y también le fue imposible no acercarse más y más a aquellos labios
húmedos que él mismo podía jurar, tenían fuerza de gravedad. Y entonces
ocurrió. Frente a aquel roble ancestral se unieron ese par de bocas, que sin
saberlo acababan de firmar una promesa que les duraría para el resto de sus
vidas.
Joaquín sintió una intensa luz a través de sus párpados
mientras el interminable beso con Laura continuaba. Abrió los ojos y era tal la
iluminación que Joaquín ya no podía ver ni al árbol, ni a Laura, ni a nada. De
pronto comenzó a percibir como el calor aumentaba en su cuerpo, producto de la
exposición a aquella claridad. A lo lejos una conversación ininteligible sonaba
despacio pero Joaquín no le prestaba atención. Abrió los ojos, aquellos que él
pensaba que ya estaban abiertos, pero esta vez no vio la bóveda celeste, ni un
gigantesco árbol, ni una hermosa chica. Ahí sobre su cabeza se sostenía
inmutable el blanco techo de su cuarto. Joaquín había tenido un lindo sueño.
Confundido y un poco desanimado, se preguntó qué clase de visión
cruel había tenido. El lugar que visitaba era tan real que casi le ocasionó
una ruptura del corazón el saber que Laura sólo había sido producto de su
imaginación.
Incrédulo, arrastró los pies hasta el parque. Cada paso que
iba quedando atrás dejaba evidencias palpables de los pensamientos de Joaquín,
inundados de la chica del sueño, de lo real que parecía y de la desilusión de
que no fuese así.
Por fin llegó a su lugar predilecto, se sentó en el banco y
su mente comenzó a despejarse. Recordó la nitidez de la plaza, la misma en la
que ahora se encontraba. Se preguntó a qué vendría todo aquello y encogiéndose
de hombros intentó no pensar en ella, pero seguía perdiéndose en un laberinto
incontrolable.
Una dulce voz
femenina lo sacó de su ensimismamiento.
— Hola. Me parece que
estás un poco perdido, debe ser lo maravilloso del lugar.
Joaquín no dijo nada, sólo miraba a la cara de la chica.
— Mi nombre es Laura— dijo ella extendiendo la mano a modo
de saludo.
Él, enredado en sus ojos color de miel, apenas pudo
balbucear su nombre.
Alfonso Gaytán