Por
la presente, e intentando satisfacer las solicitudes de algunos lectores con respecto a la comprensión de lectura, el blog RELATOS Y POEMAS convoca un concurso que tiene por objeto
elegir el mejor comentario sobre el texto publicado. La convocatoria se cerrará el día 20 de los ctes. a las 24 horas. Esperamos tu participación. Saludos.
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Jean Paul
Sartre nacido en París en 1905 y fallecido igualmente en París en 1980,
filósofo, escritor, novelista,
dramaturgo, periodista, activista
político, crítico literario, fue uno de los máximos representantes del existencialismo, y del llamado marxismo
humanista. Es una de las figuras más representativas e importantes del siglo XX. Rehusó el Premio Nobel de Literatura en 1964, afirmando que el hecho
cultural no necesitaba la intermediación de institución alguna, es decir que
debía fluir directamente del escritor al lector.
En esta ocasión voy a someter a
vuestra consideración una escena de la primera novela filosófica que escribió,
“La náusea”, cuya redacción y edición definitiva corrió a cargo de Ed.
Gallimard en 1938. Para situar el episodio dentro del contexto de la obra y no sobrepasar
las dimensiones que requiere Google, he tenido que hacer un resumen previo.
El fragmento seleccionado es una
verdadera obra maestra. Crea una tensión narrativa extraordinaria, con un
carácter dramático muy marcado. Constituye una lección magistral sobre cómo
construir un relato de gran intensidad en poco espacio.
Resumen previo
La
acción se desarrolla en la biblioteca pública de Bouville, típica ciudad
francesa de provincias, donde al protagonista está finalizando su estancia. Los
personajes, además del citado, son el bibliotecario, apodado el Corso, el sub-bibliotecario, cuyo nombre no se cita,
un usuario asiduo, apodado el Autodidacta, una señora gorda, lectora igualmente, y dos
jóvenes alumnos de Instituto.
El Corso actúa como un pequeño
sátrapa al frente de la sala de lectura, especialmente con los jóvenes.
En la biblioteca, se le atribuyen al
Autodidacta algunos antecedentes de pederastia, discretos hasta el punto que no
ha podido ser acusado de ellos con
anterioridad. Pero todos sospechan de
él. Por lo demás, es una persona educada, tímida, que quiere ensanchar el
ámbito de sus conocimientos por sí mismo, según afirma, acudiendo diariamente a
la sala de lectura.
“Entraron dos muchachos con carteras. Alumnos
del Instituto. Los dos muchachos permanecían de pie cerca de la estufa. El más
joven tenía un hermoso pelo castaño, la piel casi demasiado fina y una boquita
maligna y orgullosa. Su compañero, un gordo fornido con una sombra de bigote,
le tocó el codo y murmuró unas palabras. El morenito no respondió, pero esbozó
una sonrisa imperceptible, llena de altivez y suficiencia. Después los dos
eligieron al descuido un diccionario de uno de los estantes y se acercaron al
Autodidacta que los miraba con ojos fatigados. Los muchachos parecían ignorar
su existencia, pero se sentaron junto a él, el morenito a su izquierda y el
rubio a la izquierda del morenito. En seguida comenzaron a hojear el
diccionario. El Autodidacta dejó errar su mirada por la sala y volvió a su
lectura. Jamás sala alguna de biblioteca ofreció espectáculo más
tranquilizador; yo no oía un ruido, salvo el aliento corto de la señora gorda.
Sin embargo, en ese momento tuve la impresión de que iba a producirse un
acontecimiento desagradable. Yo había sentido pasar momentos antes, sobre
nosotros, algo como un hálito de crueldad. Pasaron unos minutos, y oí
cuchicheos. Alcé prudentemente la cabeza. Los dos chicos habían cerrado el
diccionario. El morenito no hablaba, volvía hacia la derecha un rostro lleno de
deferencia e interés. Medio oculto detrás de su hombro, el rubio aguzaba el
oído y se regodeaba en silencio. “¿Pero quién habla?” pensé. Era el
Autodidacta. Se había inclinado hacia su joven vecino, mirándolo a los ojos, y
le sonreía; yo le veía mover los labios; de vez en cuando palpitaban sus largas
pestañas. No le conocía ese aire de juventud; estaba casi encantador. Pero por
momentos se interrumpía y echaba hacia atrás una mirada inquieta. El muchachito
parecía beber sus palabras. Esta escenita no tenía nada de extraordinario y ya
me aprestaba a proseguir mi lectura, cuando vi que el muchacho deslizaba
lentamente su mano detrás de la espalda sobre el borde de la mesa. Así oculta a
los ojos del Autodidacta, anduvo un instante y se puso a tantear a su
alrededor; luego, habiendo hallado el brazo del rubio gordo, lo pellizcó
violentamente. El otro, demasiado absorbido gozando de las palabras del
Autodidacta, no la había visto venir. Dio un salto y su boca se abrió
desmesuradamente bajo el efecto de la sorpresa y de la admiración. El morenito
había conservado su expresión de interés respetuoso. Hubiera podido dudarse de
si le pertenecía esa mano traviesa. “¿Qué va a hacer?” pensé. Comprendí que
algo innoble iba a producirse, también veía que aún era tiempo de impedir que
aquello se produjera. Pero no lograba adivinar qué era lo que había que
impedir. Sentí con claridad que iba a estallar el drama: todos querían que
estallara. ¿Qué podía hacer yo? Eché una ojeada hacía el Corso; ya no miraba
por la ventana, se había vuelto a medias hacia nosotros.
Pasó un cuarto de
hora. El Autodidacta había reanudado su
cuchicheo. Ya no me atrevía a mirarlo, pero imaginaba tan bien su aire juvenil
y tierno y las pesadas miradas que gravitaban sobre él sin que lo supiera. En
un momento oí su risa, una risita aflautada e infantil. Esto me oprimió el
corazón; era como si unos chicuelos sucios fueran a ahogar un gato. De pronto
los cuchicheos cesaron. Aquel silencio me pareció trágico: era el fin, la
muerte. Yo bajaba la cabeza hacia el periódico y fingía leer, pero no leía;
alzaba el entrecejo y levantaba los ojos todo lo posible para sorprender lo que
sucedía en aquel silencio, frente a mí. Volviendo ligeramente la cabeza, logré captar
algo con el rabillo del ojo: era una mano, la pequeña mano blanca que hacía un
rato se deslizara a lo largo de la mesa. Ahora reposaba sobre el dorso, floja,
suave y sensual, con la indolente desnudez de una bañista calentándose al sol.
Un objeto moreno y velludo se acercó, vacilante. Era un gran dedo amarillento
de tabaco; tenía, junto a esa mano, toda la falta de gracia del sexo masculino.
Se detuvo un instante, rígido, apuntando hacia la palma frágil, y de pronto,
tímidamente, comenzó a acariciarla; el dedo pasaba suave, humildemente, por la
carne inerte, la rozaba apenas sin atreverse a hacer presión; se hubiera dicho
que era consciente de su fealdad. Alcé
de golpe la cabeza, no podía soportar ese pequeño vaivén obstinado; buscaba los
ojos del Autodidacta y tosía con fuerza para avisarle. Pero él había cerrado
los párpados, sonreía. Su otra mano había desaparecido bajo la mesa. Los
muchachitos ya no reían, estaban muy pálidos. El morenito fruncía los labios,
tenía miedo, como si se sintiera sobrepasado por los acontecimientos. Sin embargo
no retiraba la mano, la dejaba sobre la mesa, inmóvil, apenas un poco crispada.
Su camarada abría la boca, con aire estúpido y horrorizado. Fue entonces cuando
el Corso empezó a aullar. Se había situado, sin que lo oyeran, detrás de la
silla del Autodidacta. Estaba carmesí y parecía reír, pero sus ojos
centelleaban... Los dos muchachos,
blancos como el papel, tomaron sus carteras en un abrir y cerrar de ojos, y
desaparecieron“(1).
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(1) Extracto pags. 227-236 de la edición francesa/
Pags. 136-141 de la traducción en español).
CRITERIOS DE EVALUACIÓN
A) Se atenderá a la calidad estilística de los trabajos y
B) Su aportación crítica bajo el punto de vista literario:
- Análisis de los personajes.
- Técnicas empleadas, etc.