Hacía días que el aire soplaba suave, ardía, se clavaba en la reseca piel, quemándola.
En la comarca era famoso el llanto del cielo, por eso lo mirábamos con temor. Pasábamos de meses de sequedad extrema a furiosas trombas de agua, como un castigo divino.
Salí de casa con la prisa habitual, sin precaución, segura de que otro día más el azul grisáceo de las nubes pasaría de largo sobre nuestras cabezas, dejándonos sabor a impotencia.
Pasé el día de un lado a otro, buscando información para mi último trabajo que debía presentar en sólo dos días y para el cual, llevaba una carpeta llena de notas sobre las últimas reuniones de sindicatos y empresarios, que deberían haber conseguido ya un acuerdo y como la bendita lluvia seguía retrasando el normal funcionamiento de la vida cotidiana.
Estaba en la biblioteca de la ciudad, grandes ventanales se expandían por las paredes como queriendo prolongar el abrazo con la calle, absorta en la pantalla del PC, mirando datos y recopilando fechas, no noté como el cielo se iba oscureciendo despacio, hasta que un ensordecedor ruido estalló en medio de la sala, apagando luces y ordenadores.
Inesperado pero habitual, cuando la tierra estaba tan reseca el cielo estallaba en llanto, y comenzó una fuerte ventisca de lluvia y piedra que hizo temblar a las cinco personas que allí estábamos, asustadas por el ruido y por la fragilidad de aquello grandes ventanales que amenazaban con estallar de un minuto a otro.
Calló el ruido ensordecedor de la piedra golpeando el suelo y los tejados, solo se oía la lluvia caer con fuerza de esa manera que la naturaleza desatada sabe desligar. Diluviaba más que llover, nosotros agrupados en el centro de la sala, mirábamos hacia la calle a través del ventanal, con la esperanza de que terminara pronto esa muestra de la madre naturaleza, la impotencia del hombre frente a su fuerza se manifiesta en momentos así.
Tres horas después, las calles eran ríos inmensos de agua, lodos, ramas, maderas, bolsas de plástico abandonadas, y toda clase de útiles de usar y tirar que solemos derrochar.
Nadie se había planteado salir a la calle, porque hubiéramos necesitado un barco más que piernas, así que resignados, nos sentamos pensando en cómo conseguir algo de comer, las horas pasadas ya hacían retumbar nuestros estómagos.
La máquina expendedora a la salida del centro tenía alguna galleta salada y sobre todo zumos variados que nos aseguraban al menos, entretener nuestros jugos gástricos, el problema era poder abrirla sin electricidad.
Al fin el bibliotecario sacó su llave mágica y conseguimos acallar el apetito.
La noche cayó sobre nuestras cabezas y la tormenta no tenia trazas de terminar, inesperadamente volvió la luz y con ello nuestro ánimo subió escalones. Teníamos internet, al menos podíamos avisar a las familias e informarnos de la situación que parecía dantesca a juzgar de lo que veíamos por las ventanas.
Pasada la media noche, dejó de llover y comenzó a bajar el nivel de agua en las calles, aunque todavía era imprudente lanzarse a caminar por ellas. Un rato después llegó la policía para asegurarse de que todos estábamos bien y comentarnos la posibilidad de salir caminando, pero con cuidado porque el nivel de agua llegaba a media pierna.
Cansada después de tantas horas fuera del hogar y preocupada por cómo estaría el resto de mi familia, decidí lanzarme a la ventura. Llegué a casa entrada la madrugada y con la suerte de sólo tener inundado el patio y la cocina… agua como para decir basta, sonriendo para mí me dije: <<Típico de mi zona, o nos morimos de
sed o morimos ahogados, sin término medio>>.
— Después de la tempestad, llega la calma.
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