La vieja casona llevaba años deshabitada. A las pocas
semanas de morir doña Remedios, don Fernando, su marido, fue ingresado en una
residencia para la tercera edad. Ahora, tras su muerte, la casa junto con la
granja que la rodeaba pasaba a ser propiedad de Carlos, su único hijo como
heredero universal.
Aquella tarde, Carlos finalmente decidió conducir hasta la antigua granja. Llegó en un lujoso y moderno descapotable rojo. Su coche y su traje de marca, no encajaban en aquel lugar, tan rústico, tan de campo y ahora además, tan abandonado.
La cerradura estaba rota, sólo necesitó un suave empujón
para entrar. Las condiciones de la vivienda eran pésimas: cristales rotos,
charcos de las aguas producidas por las numerosas goteras, muebles polvorientos
y enmohecidos, y todo el desastre que el tiempo y la dejadez habían sido
capaces de producir.
Enseguida subió las escaleras, y cuando llegó arriba, justo
de frente, tras una puerta abierta, vislumbró su antiguo dormitorio. Avanzó
unos pasos más y se adentró en su interior hasta posicionarse en el medio de la
estancia, desde donde observó su alrededor. Vio la estantería con los preciados
libros que le dio su madre, su palo de hockey colgado en la pared, el osito de
peluche que le habían regalado sus abuelos...
Sintió como si el tiempo no hubiese pasado y empezó a
recordar su niñez. Cómo podía haberse avergonzado de sus orígenes, de sus padres
que tanto le habían dado. Por qué cambió sus apellidos para publicar su obra.
Por qué se avergonzaba de aquel pasado que le había convertido en quien era
hoy. Gracias al entorno en el que se crió había logrado ser uno de los autores
con mayor número de ventas en literatura juvenil en los últimos tiempos. Su
gusto por la lectura y el desarrollo de su imaginación se habían forjado allí,
en esa casa, en ese dormitorio, dentro de esas cuatro paredes. En la camita
ubicada a su izquierda, había pasado noches enteras leyendo, soñando,
imaginando un mundo fantástico lleno de posibilidades. En esa cama había tenido
los sueños más increíbles. En esa habitación, durante su adolescencia, se había
atrevido a escribir sus primeros relatos: historias fantásticas, de hombres
voladores, hadas y sirenas.
Ahora, desde el presente, inmóvil de pie en el centro de la
habitación, recordaba con nostalgia aquellas noches de misterio y fantasía. Echaba
de menos a aquel chiquillo que no tenía miedo a nada, que creía todo posible y
soñaba con ser un súper héroe algún día. ¿Dónde estaba ese niño risueño y
optimista capaz de comerse el mundo? ¿Dónde estaba esa facultad de soñar?
El sonido del timbre le trajo de nuevo a la realidad. Descendió
las escaleras apresuradamente y abrió la puerta. Era el agente inmobiliario, se
le había olvidado por completo que habían quedado para hacer unas fotos de la
propiedad y fijar el precio de venta.
– Pase Don. Francisco, pase– le dijo Carlos en un tono de
voz apagado.
– ¡Vamos con esa venta, Carlos! Tengo varias propuestas para
hacerte. Esta propiedad tiene un sinfín de posibilidades. Te darán unos buenos
cuartos por ella.