Nota:
Este relato está basado en hechos reales y puede herir la sensibilidad de
algunos lectores.
Primer premio - Crea una historia
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Algo
indefinido me despertó, posiblemente fuese todo el silencio que utilicé para
pintar la habitación, el pasillo, el salón y el resto de la casa, lo usé por
dentro y por fuera como si no existiese más color. Prefería el mutismo al
murmullo de las gentes que caminaban ligeras en dirección a ninguna parte lo
bastante importante como para darse tanta prisa, las envidiaba. Resentida con
el mundo, construí una isla propia, grande y afónica donde expandir a placer y
sin medida tanto dolor, con el único objetivo de rebozarme en él.
Una
contracción me recorrió entera y dejé escapar un grito que rasgó la madrugada.
Toqué mi frente sudada, transpiraba por todos los poros de la piel. Me levanté
y como pude fui al servicio, estaba pesada, hinchada y tenía mucha sed, necesitaba
beber un vaso de agua y tranquilizarme un poco. No podía ser, estaba dentro de
las cuentas de la matrona. Ese mismo día me dijo que estaba muy verde. La creí
porque mis cálculos los perdí por las revueltas de aquel largo y tortuoso
sendero en el que se había convertido mi existencia.
Dejé
correr el agua un par de minutos por el sumidero, la necesitaba fresca. Pasándome
la mano por el vientre, recordé mi niñez y en ese preciso momento, odié con
todas mis fuerzas a todos los padres, psiquiatras, psicólogos, psicoterapeutas
y curanderos del mundo. Harta, estaba harta de oír el manido: «Tuvo una
infancia muy difícil que ha marcado de forma acusada esta asociabilidad crónica
carente de…».
¿Qué
tipo de infancia le iba a dar a mi hijo si estaba tremendamente sola y
completamente rota?
Seguro
que este niño saldría tan bobo como su madre y contemplaría extasiado por la
ventana, noche tras noche el firmamento, esperando a que entrara una nebulosa
suave con la fuerza suficiente para alzarlo hacia las lunas de Júpiter. Porque
a mi padre se le ocurrió decirme una noche, que poseía tantas, que era
imposible que se sintiesen solas. Y se aferraría a su momento como yo me aferré
al mío, con la desesperación del náufrago a un madero que se deja arrastrar
vencido buscando cualquier orilla.
Llené
el vaso y bebí, mientras otra contracción me trasvasaba, pero esta vez no era
una falsa alarma, las cuentas de la comadrona eran inexactas o te engañaban
deliberadamente para evitarte parte del miedo anticipado al parto, lo cierto es
que estaba inadecuadamente madura cuando rompí aguas.
Tuve
a mi hijo aquella madrugada sobre las frías baldosas blancas del suelo, era de
piel oscura y feo como un demonio, horroroso, lo más espantoso que había visto
nunca. Me levanté y comencé a patearlo con toda la rabia contenida en esa
infancia difícil de la que tantos hablan y no tienen idea de lo que es
sufrirla. Lo pateé y pateé hasta matarlo. Cuando me di cuenta de lo que había
hecho, grité y grité horrorizada llamando a mi madre, pero nadie acudió.
Sólo
me quedó llorar junto a su cadáver hasta quedar exhausta.
A
la mañana siguiente al despertar, sobre aquella cama de hospital, depositaron
la bandeja del desayuno y me rozaron, note cierta sensibilidad en las piernas
por primera vez después de tantos años tras el accidente. En ese momento supe
que a base de esfuerzo y tiempo, llegaría un día en que iría tan ligera como
esas gentes apresuradas a las que tanto envidiaba. Y que todo lo vivido la
noche anterior había sido un sueño producto de la anestesia, mi tormento y la
soledad.