Frente a ella, recordé tus palabras repetidas tantas veces: "Todos tenemos derecho a nuestros silencios". Vi que tenías razón y los respeté todos,
porque el silencio en realidad es el gran sonido del miedo y del dolor. Hice
ademán de girarme y regresar sobre mis pasos porque volvieron a mi memoria
todas tus incoherencias, y entonces me di cuenta de que nunca sentí aquellos
muros como propios.
Pero no podía irme sin decir nada, sin poner una nota y sin
cerrar las puertas. Esperé.
Dejó de llover, el cielo se despejó y apareció la luna llena
dando cierta claridad y entonces pude ver que los vidrios de las ventanas
estaban rotos, algunas persianas yacían descolgadas, la madera del porche
estaba podrida y la enredadera amenazaba con cubrirlo todo.
Se me quitaron las ganas de luchar contra ella porque yo
había cambiado. Después del accidente no fui la misma, lo parecía, pero un
pequeño siete en el brazo me recordaba a diario que por mucho que acercara la
nariz, ese día y todos los días sucesivos, serían distintos olores y los nuevos
aromas debía definirlos a mi manera.
Dejé la maleta en el suelo, pesaba. Me acerqué a la entrada
de la casa y con esfuerzo, atranqué la puerta por fuera. Todo había perdido su
sentido. Me giré, recogí mi maleta y buscando el muro, desandé el camino.