Sopa de letras - Salvador Arnau


Seducido por su mirada, por su frescura y su inocencia, sin quererlo ni pretenderlo, me atrapó entre sus garras. Me adentró en el mundo de los sueños de amor. Y yo me lo creí casi del todo.

El roce de mi piel contra su piel sonaba a campanadas celestiales. Mi cerebro fantaseaba con el maravilloso futuro que nos esperaba caminando juntos. Sentía celos hasta del aire que la rozaba, de la brisa que la acariciaba y también de sus compañeros de clase, lugar al que me era imposible acceder.

Recuerdo que, cuando llovía, iba a esperarla a la salida del cole sin paraguas. Me gustaba mojarme tanto como percibir el calor de un día soleado. No me importaba nada excepto esos minutos que me regalaba a diario. Os juro que era como flotar en una nube.

Ella tenía 14, yo 17. Estuvimos flotando algo más de dos años hasta que me llamaron para incorporarme a filas.

Fueron trece meses de distancia con visitas en los permisos de fin de semana. Creo recordar que viajé hasta mi ciudad desde la mili unas trece veces, en los primeros seis meses. Tenía un subsidio por desempleo que duró ese tiempo y cuando se agotaron los ingresos no me permití pedirle dinero a mis padres para poder seguir viajando. No es que me diera apuro, pero no me parecía justo que me mantuvieran más allá de los 18 años, era una cuestión de orgullo, bastante habían hecho por mí como para ponerme gallito o dramático y seducirlos para que soltaran la pasta para mis caprichos.

En el séptimo mes empezó a agrandarse la distancia. Sus cartas se hacían más extensas en el tiempo, hasta que dejaron de llegar y tenía más noticias por mi hermano que por ella. Me insinuaba cosas que no me gustaban en absoluto y yo, sin dudarlo, no dudé una sola palabra de las que me comentó por teléfono. Incluso vino a hacerme una visita un fin de semana completo para estar a mi lado.

No hay que ser muy listo para imaginar qué pasó desde que dejé de ir tan asiduamente. Así que para refugiarme del dolor que me producía la situación, salí a buscar por la ciudad que me había raptado sin yo quererlo y lógicamente, relacionándome, encontré nuevas vidas. Sabía que iban a ser pasajeras, pero por lo menos aliviaban el luto de mis emociones primeras.

A partir del octavo mes, cual soldado dejé de recibir cartas y me dije a mí mismo:

 — "Para todos los males, hay dos remedios: el tiempo y el silencio".

Cuando por fin me dieron la blanca y regresé definitivamente a mi hogar de siempre, todo había cambiado, nada era como antes. Al cabo de un par de semanas me crucé con ella, caminábamos por distintas aceras. Me miró, la miré... y ella siguió caminando como si nunca me hubiera visto. Vamos que se hizo la loca.

Me fui a casa y me hice una sopa para cenar, de esas que son todo letras. Durante un buen rato, no dejé de reunir tres letras sueltas para unirlas en una palabra todas las veces posibles. La "F", la "I" y la "N".







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