Pienso de su marido - Parte I – Aurea & Nora & Laura



Aquella tarde de sábado, Laura salió de la cocina con la bandeja del café y las pastas, mientras preguntaba con cierta burla a sus amigas, cómo lo querían, de sobras lo sabía porque las conocía bien.

—  A ver chicas… ¿Con cafeína o sin? ¿Solo o con leche? ¿Azúcar o sacarina?

A lo que Minerva contestó de inmediato:

— Para mí una infusión, una tila si es posible, que estoy muy nerviosa.

— Esta niña, maniática como ella sola. Tómate un café a ver si te da un subidón y te salen los colores, pareces un cadáver — dijo Nora.

— Mucho cuidarse, mucho cuidarse y cuando te das cuenta estás criando malvas — dijo Laura depositando la bandeja en la mesa.

— No, mejor margaritas — replicó Nora.

Las tres amigas callaron por un instante que se hizo eterno recordando a su otra amiga.

— ¡Me parece increíble la cantidad de malas bestias que andan sueltas, haciendo sus vidas con total impunidad! — exclamó Laura.

— No hay día que no la recuerde, yo era la que más la traté de las tres, — La voz de Nora denotaba tristeza —. Creo que se la quería quitar de encima. La llamé varias veces cuando estuvo en el hospital y él me contestó que le daría el recado pero nunca me devolvió la llamada… Un buen día me enteré de que había muerto. Lo digo porque en aquel entonces, un trasplante de hígado costaba bastante dinero, el padre de ella se ofreció a pagarlo, pero ella lo rechazó. Siempre he pensado que no quería vivir, se dejó morir.

— Nosotras también la llamamos y nunca obtuvimos respuesta — apuntó Minerva.

— Es un tipo extraño, tiene un no sé qué que nunca me gustó. Cambió tanto cuando se casó con él — dijo Laura.

— Después de la boda dejó de salir con nosotras, cuando la llamábamos nos daba mil y una excusa, y eso que vivíamos en la misma calle — dijo Minerva depositando la taza sobre la mesa con mano temblorosa.

— Hablaba de vez en cuando con su madre, nunca me refirió nada— dijo Laura, recordando un día de invierno que coincidió en uno de los pasillos del súper con Margarita, iba con unas grandes gafas de sol, bajo ellas se veía mal disimulado por el maquillaje, un cardenal azulado —. Y eso que le pregunté, si la maltrataba.

— Tú siempre tan directa — dijo Nora.

— Para qué andar con rodeos si la vida es una y nos falta el tiempo... — replicó Laura  estoy convencida de que la hizo sufrir muchísimo, era tan vital, siempre nos arrastraba cuando estábamos alicaídas. ¿Os acordáis? Ese hombre no merece otra cosa más que la muerte.

— Son crímenes encubiertos — dijo Nora.

— Y por ahí anda tan alegremente, el otro día lo vi con una nueva novia — observó Minerva.

— No es justo… Si pudiera le daría un buen susto — deseó Nora.

Laura en voz alta dijo lo que pensaba:

— Lo metería directamente en el triturador y lo enviaría a cualquier sitio, lejos, muy lejos.

Nora propuso:

— ¿Qué os parece si lo amarramos, lo introducimos en el molino, le damos al botón de máxima velocidad para que se mezclen bien sus pedazos con las harinas? Ganas no me faltan y con el ruido de los carros…

— A mí no me liéis, para eso no sirvo.

— O estás en este barco… — empezó a decir Nora.

—…o te tiramos por la borda, tú misma — concluyó Laura.

Ambas amigas miraron inquisitivamente a Minerva que sintiéndose presionada, asintió con la cabeza. Aquella tarde las tres chicas tomaron una decisión.  
                                                                      
                    
                                              




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