— A ver chicas…
¿Con cafeína o sin? ¿Solo o con leche? ¿Azúcar o sacarina?
A lo que Minerva contestó de inmediato:
— Para mí una infusión, una tila si es posible, que estoy
muy nerviosa.
— Esta niña, maniática como ella sola. Tómate un café a
ver si te da un subidón y te salen los colores, pareces un cadáver — dijo Nora.
— Mucho cuidarse, mucho cuidarse y cuando te das cuenta
estás criando malvas — dijo Laura depositando la bandeja en la mesa.
— No, mejor margaritas — replicó Nora.
Las tres amigas callaron por un instante que se hizo
eterno recordando a su otra amiga.
— ¡Me parece increíble la cantidad de malas bestias que
andan sueltas, haciendo sus vidas con total impunidad! — exclamó Laura.
— No hay día que no la recuerde, yo era la que más la
traté de las tres, — La voz de Nora denotaba tristeza —. Creo que se la quería
quitar de encima. La llamé varias veces cuando estuvo en el hospital y él me
contestó que le daría el recado pero nunca me devolvió la llamada… Un buen día
me enteré de que había muerto. Lo digo porque en aquel entonces, un trasplante
de hígado costaba bastante dinero, el padre de ella se ofreció a pagarlo, pero
ella lo rechazó. Siempre he pensado que no quería vivir, se dejó morir.
— Nosotras también la llamamos y nunca obtuvimos
respuesta — apuntó Minerva.
— Es un tipo extraño, tiene un no sé qué que nunca me
gustó. Cambió tanto cuando se casó con él — dijo Laura.
— Después de la boda dejó de salir con nosotras, cuando
la llamábamos nos daba mil y una excusa, y eso que vivíamos en la misma calle — dijo Minerva depositando la taza sobre la mesa con mano temblorosa.
— Hablaba de vez en cuando con su madre, nunca me refirió
nada— dijo Laura, recordando un día de invierno que coincidió en uno de los
pasillos del súper con Margarita, iba con unas grandes gafas de sol, bajo ellas
se veía mal disimulado por el maquillaje, un cardenal azulado —. Y eso que le
pregunté, si la maltrataba.
— Tú siempre tan directa — dijo Nora.
— Para qué andar con rodeos si la vida es una y nos falta
el tiempo... — replicó Laura — estoy convencida de que la hizo sufrir muchísimo,
era tan vital, siempre nos arrastraba cuando estábamos alicaídas. ¿Os acordáis?
Ese hombre no merece otra cosa más que la muerte.
— Son crímenes encubiertos — dijo Nora.
— Y por ahí anda tan alegremente, el otro día lo vi con
una nueva novia — observó Minerva.
— No es justo… Si pudiera le daría un buen susto — deseó
Nora.
Laura en voz alta dijo lo que pensaba:
— Lo metería directamente en el triturador y lo enviaría
a cualquier sitio, lejos, muy lejos.
Nora propuso:
— ¿Qué os parece si lo amarramos, lo introducimos en el
molino, le damos al botón de máxima velocidad para que se mezclen bien sus
pedazos con las harinas? Ganas no me faltan y con el ruido de los carros…
— A mí no me liéis, para eso no sirvo.
— O estás en este barco… — empezó a decir Nora.
—…o te tiramos por la borda, tú misma — concluyó Laura.
Ambas amigas miraron
inquisitivamente a Minerva que sintiéndose presionada, asintió con la cabeza. Aquella
tarde las tres chicas tomaron una decisión.