He decidido que ya no
aguanto más, las fuerzas empiezan a abandonarme y no quiero flaquear, es lo
último que deseo.
Seis meses sin ella, otros
tantos sin mis hijos, me ahogo en esta
casa donde sólo habitamos mis fantasmas y yo, ellos me hablan, quieren consolarme… ¿Consolarme a
mí? ¡No estoy para consuelos!
Cuando tuve la edad
correspondiente, con mucho esfuerzo estudié una
carrera, de la que estaba seguro que iba a sacar gran provecho, desde
luego ignoraba que en poco tiempo por mi cabeza rondarían otros planes.
Un buen día paseando por las
calles, esas en las que nada bueno puede ocurrir, me ofrecieron lo que andaba
buscando, acepté sin dudarlo, se me presentaba
la oportunidad que sólo pasa una vez en la vida y tenía que agarrarme a
ella, sí o sí. Pero no estaba preparado y no lo supe gestionar, hubo un tiempo
en que lo tuve todo, fue tanto, que mi
entorno se hacía pequeño para lo que yo
quería y podía derrochar.
Me convirtieron en un
boxeador profesional, de los buenos, con
ello conseguí fama, dinero y mujeres, me
gustaban todas; menos la que elegí
cuando aún no había tocado el cielo con mis puños. Además la riqueza venía adobada con todo lo malo que a veces suele acompañar a “profesiones”
donde el dinero corre como la pólvora. El humo se me subió a la cabeza, me
creía el amo del mundo, incluyendo, como no,
a las personas que me querían y
que debían bailar al ritmo que les tocaba cuando me daba la gana.
Ella nunca sabía cuando iba
a regresar de una de mis prolongadas ausencias,
después de pelear en algún
combate, casi siempre amañado, por el que me daban cantidades inmensas
de un dinero, que ahora veo sucio, pero que en aquellos momentos era mi deseo
más ansiado y conseguido.
Sí, me olvidé de los
propósitos que me había hecho: una buena mujer con la que tener hijos y
hacerlos felices, ganar lo suficiente como para que mis padres pudieran vivir
holgadamente cuando fueran mayores, una gran casa. Todo lo tuve… ¡Pero a qué
precio!
Al final cansados de mis
despotismos y malos tratos se han ido alejando, ya ni siquiera tengo amigos, ni
me bailan alrededor todos aquellos moscones que me sacaban lo que querían
cuando estaba borracho o drogado, que era casi siempre.
Pero todavía sigo aquí muy a mi pesar. Si tuviera
a quien contarle cómo me siento, lo haría, abriría en canal mi corazón, si es
que aún existe — a veces ya ni lo siento —
y lo pondría en sus manos para que con su calor lo hiciera palpitar de
nuevo, pero estoy perdido en esta especie de tubo en el que se ha convertido el
que un día fuera el hogar de mis sueños, en el que me estoy ahogando poco a
poco y del que no quiero salir para no hacer más daño. Nada me consuela, sólo
consigo un poco de paz observando los tatuajes que llevo en los brazos, donde
hace mucho tiempo, me grabaron los nombres de mis padres y de mis hijos, lo
único mío de verdad.
Porque no quiero seguir aquí
y sólo me queda una huida, he encendido el último cigarrillo, he tapiado la
única puerta por la que podría salir, y he cerrado los ojos para esperar que la
falta de oxígeno acabe con mi dolor.