Aquella calurosa tarde de
Agosto se celebraba el cumpleaños de la tía Antonia. Cumplía noventa años y
estaba fuerte como un roble y de cabeza mejor que una chiquilla. Había sido
maestra y todo lo relacionado con el saber le apasionaba. A pesar de sus
cataratas y la avanzada presbicia,
seguía devorando libros,
escribiendo poemas y haciendo cálculos en un cuadernillo de hojas
cuadriculadas. Era una persona excepcional: culta, inteligente y bien parecida;
sin embargo, a pesar de sus cualidades, su sobrina Elisa no la soportaba.
Coincidir con ella se había convertido en un suplicio.
Cuando Elisa era pequeña, la
adoraba, deseaba que llegase el domingo para ir a visitar a su tita Antonia, a
aquella tía que le daba bizcocho casero y chocolate caliente. Pero al llegar a
la adolescencia todo cambió. Según Antonia, Elisa se había convertido en una
rebelde a la que había que meter en vereda. Primero la relación comenzó a
enfriarse, después empezaron a surgir pequeños roces entre ellas, cosas sin
importancia; hasta que un día ese encuentro dominguero se acabó convirtiendo en
una jauría de gritos y reproches. Ese fue el momento en el que Elisa decidió
poner fin a sus visitas, para escuchar sermones ya tenía suficientes con los de
su madre.
En varios meses Elisa se
transformó, se hizo un tatuaje en el pecho, se puso un piercing en la nariz y se
tiñó el pelo de azul.
Aquel día de aniversario
entró en la casa y todos los ojos se depositaron en ella. Intentó pasar desapercibida
aislándose en un rincón del salón, pero sentía como si a su alrededor todos
cuchichearan mientras la señalaban disimuladamente.
Después de charlar y ponerse
al día de las últimas novedades, la tía Antonia acompañó a los invitados a la mesa.
Durante la cena Elisa se
mantuvo distante, callada, con la mirada fija en el plato. No tenía la más
mínima intención de involucrarse en las conversaciones. Se palpaba
constantemente la muñeca izquierda, como si de tanto tocar el reloj el tiempo
fuera a pasar más deprisa.
Al llegar el postre la
conversación se enfocó en su prima Olga. <<Que si a Olga acababan
de hacerla socia en el bufete de abogados, que si Tomás ya le ha pedido
matrimonio, que si está a punto de comenzar un máster…>>
Efectivamente Olga era una
mujer diez, aquella que es envidiada y admirada por todos. Sin embargo Elisa,
lejos de envidiarla, sentía lástima por ella. Le parecía que no era feliz. Su
mirada estaba llena de tristeza, apagada, como muerta. Los halagos hacia Olga continuaron
durante un buen rato, hasta que de repente Antonia interrumpió la conversación
y se dirigió a ella:
— Deberías aprender de tu
prima, mira qué bien le va en la vida.
Elisa, que llevaba un rato
reprimiéndose, no pudo contenerse más, y mirando a su prima, dijo:
— Olga, sabes que te quiero
mucho y de todo corazón espero que lo que voy a decir no te moleste. Aparentas
tener una vida de ensueño, pero dudo mucho que seas feliz. No eres más que una
marioneta.
Y dirigiéndose a su tía,
añadió:
— Hoy cumples noventa años,
dime. ¿Qué has conseguido en la vida? ¿Cuántas veces has disfrutado de hacer
algo de manera impulsiva sin pensar en las consecuencias? Tal vez no llegue a
ser una abogada reputada como Olga, pero pienso hacer lo que me venga en gana y
vivir cada instante como si fuese el último, porque es mejor quemarse que
apagarse lentamente como os ha pasado a todos los aquí presentes.