La noche era fría, y con ese helor volvieron las cenizas del pasado a increpar la paz en la que me hallaba instalado, entre libros, letras, gentes y mi mundo.
Habían pasado más de dos meses desde la última vez que nos vimos, ya ni siquiera nos hablábamos… pero volvió a llamar. Al principio me resistí a descolgar, eso se me da de vicio, pero pudo más la curiosidad que la serenidad, para adivinar de antemano que iba a ser totalmente absurdo seguir una relación que había llegado a su punto final hacía ya tiempo, pero que no se había resuelto en ningún sentido.
Fue una persona importante en mi vida durante más de siete años, ya lo creo, eso ni quiero ni puedo negarlo, pero a la hora de discutir, a la hora de resolver conflictos, todo desembocaba en un remolino de palabras sin sentido y orejas que no querían abrir sus tímpanos, cerrados estos por la absurda pero real influencia del orgullo al que me gusta más llamar "ego".
Un silencio reinó como respuesta. Esperé unos minutos y al no escuchar nada excepto el ruido de fondo de su televisor, puse el teléfono en modo "Altavoz" para poder liberar mis manos y mi cuerpo, encaminándome hacia la cocina para picar algo. Alojé, debajo de mi lengua, un trocito de chocolate negro, casi puro cacao, para que se deshiciera poco a poco cual caramelo. Al volver al salón, escuché un par de ruidos más, pero ni una sola palabra en el celular.
Me senté en el sofá y recliné la cabeza hacia atrás.
Vi playas extensas, arenas finas, montañas de colores, cielos azules, risas, muchas risas y todo tipo de visualizaciones, de detalles de lo mejor que habíamos vivido en nuestro pasado común. El gozo del recuerdo era tan grande que me tentaba a ser yo quien siguiera la conversación, excusándome por mi última frase al teléfono. Tal vez fue una estupidez por mi parte reaccionar así, pero lo cierto es que lo dije sin pensar, más bien por instinto.
De pronto, escuché el ladrido de su perro y me sacó del efímero sueño en que me hallaba. Con él, habíamos rodeado y caminado muchas playas, en muchas ocasiones. El animal también entraba en el paquete, pero no era consciente del por qué de mis ausencias.
Cuando nos enfadábamos, tardábamos un par de semanas en volver a reconciliarnos y el animal, Dunky se llamaba, cuando me olía, se me echaba encima para saludarme como si nunca me hubiera visto, como si me conociera de toda la vida.
Estando juntos en su casa, recuerdo que me daba por jugar a decir palabras que rimaran con "calle". Dunky, al oír ese sonido ( a - e ) sabía perfectamente que había que prepararse para hacer lo que más le gustaba, salir a tomar el fresco un buen rato, hacer pis en todas las esquinas y husmear el rastro de otros canes.
¡Valle, talle, halle, malle, palle, zalle!
Todas las palabras que sonaban igual que "calle" hacían que Dunky levantara el rostro con una mirada expectante, esperando el siguiente paso, que fuera a por el collar para ponérselo y salir juntos a respirar aire puro.
Tuve la tentación de decir esas palabras para volver a escuchar el ladrido de Dunky, pero me reprimí, dejando el teléfono descolgado, entreteniéndome con el ordenador. Entré en mi comunidad preferida de Internet "Escritura y sus ciencias", y mientras leía los nuevos contenidos, uno de ellos me dio la solución al problema que tenía delante de mis narices y que acababa de resolver como por arte de magia.
Convocaban, semanalmente, un concurso llamado "Fraseletreando" en el cual me gustaba participar cuando podía casar la frase dentro de un relato. De eso se trataba el juego, de escribir y encajar una oración dentro de un texto. La frase que tocaba aquella semana era "Es mejor quemarse que apagarse lentamente".
Y aquella frase me ayudó a tomar una de las mejores decisiones de mi vida. Me acerqué al teléfono, quité el modo "Altavoz" y dije: